Muchos aún no salen de la perplejidad que los asalta en forma de pregunta: ¿cómo un hombre capaz de escribir Conversación en la catedral puede tener pensamientos políticos tan rudimentarios? No es una perplejidad nueva, y brota de la aparente distancia entre la complejidad esgrimida en la ficción versus la abrumadora simpleza argumentada en la vida real. No ver el vínculo, sin embargo, entre lo complejo y lo simple, a menudo genera la indignación que a muchos les suscita hoy el caso Vargas Llosa.
Planteada en términos de perplejidad, la pregunta adquiere un cariz enigmático y confina a la literatura al ámbito del misterio, uno de cuyos pasadizos sería permitir riquezas intelectuales que sólo son posibles en la ficción. No es, sin embargo, el caso del escritor peruano. Cada vez que Vargas Llosa arguye que el mundo se encuentra dividido en civilizados y bárbaros, no hay duda que se opera una simplificación, pero habría que agregar: para nada simple. Se trata de una operación propia del lenguaje del mito, tendiente a convertir lo complejo en sencillo, lo diverso en una confrontación bipolar. Es reducción, pero deliberada y de enorme poder pedagógico. Es una especie de habla política con vocación de ser inmediatamente comprendida. Conlleva la fuerza de aquello que puede ser visto de un golpe. Es un habla, de algún modo, de la fuerza y la interpelación.
Hay quieres aún creen que se trata del lenguaje típico de la derecha, conque antaño el fascismo articuló sus consignas, sus proclamas y sus símbolos. Pero se trata, más bien, de una herramienta, a disposición de quien la necesite. Cuando se enuncia que existe un pensamiento de izquierda y otro de derecha también se está operando una reducción. Hay tantas corrientes de pensamientos como pensadores, pero al resumirlas todas en dos, logramos ver algo que en la diversidad no vemos. Al ver, luego, podemos tomar una posición, que al fin y al cabo para eso sirve el habla mítica: para tomar posición; para no ver, en el momento urgente de la acción, la complejidad que nos conduciría a la dubitación. En el resumen vemos lo diverso compactado de tal modo que nos impacta. No es el habla de los escritores, es el habla del político. He aquí el punto, el Marqués de Vargas Llosa —no soslayemos el reciente título otorgado por el Rey— nos habla como político, ¿debemos responderle como si fuera un literato?
No es sencillo el procedimiento que hace Vargas Llosa; se precisa un dominio vasto de lo político para reducirlo a la mínima expresión: civilización o barbarie. ¿Acaso no fue la dicotomía que empleó Sarmiento, hombre de lecturas políticas complejas si los había? Pocos libros tan abismales como el Facundo para pensar la política argentina; no obstante Sarmiento vio lo conveniente de que se grabara una imagen bipolar: ¿lo hizo de rupestre que era? No seamos rupestres en la respuesta.
Ahora bien ¿cómo se discute con alguien que nos propone una lengua mítica, de deliberadas y conspicuas simplificaciones? No ignoro la dificultad, más aun cuando ese alguien viene representando las instituciones imperiales de la lengua española, las corporaciones petroleras del libro y la difusión mundial de una ideología bancaria. Imagino que una posibilidad —y una respuesta— es restituir al lenguaje político del Marqués su naturaleza compleja, devolviéndole los pliegues que se le han quitado para convertirlo en lenguaje mítico. Vargas Losa nos invita a reaccionar contra lo que el llama la barbarie populista; recibámoslo con lucidez, con bisecciones, enseñémosle —a la manera de Mansilla— lo bárbaro que supura en su civilización, y la urbanidad que campea en nuestras tolderías.
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