Bajo
la lluvia pude contarles también que, cuando venía en el avión de Aerolíneas
Argentinas, se había acercado una señora para saludarme y contarme que a su
padre en el PAMI no le querían poner una prótesis. Eso era lo que ya estaba
pasando en la Argentina: un gobierno que no cuidaba ni se ocupaba de los
argentinos ni de las argentinas. También les dije que en esos meses había
guardado un responsable y democrático silencio, precisamente por respeto a la
voluntad popular, pero que la voluntad popular no la tenía que respetar
únicamente la oposición sino también el gobierno que había ganado prometiendo
que no iba a devaluar, que no iba a echar a la gente de sus trabajos, que no
iba a haber tarifazos y que no iba a haber ajustes.
Desde esa tribuna improvisada percibí el
enojo de muchos compatriotas contra el 51% que votó al gobierno de Macri. Les
pedí que no se enojaran ni con su amigo, ni con su vecino, ni con su pariente
porque eso nos dividía y no nos servía, que creía que teníamos que trabajar
unidos, que entendieran que no todos podían defenderse de los medios
hegemónicos de comunicación que les habían picado la cabeza durante años con
mentiras, infamias y barbaridades. Que para mirar al futuro había que construir
un gran frente ciudadano, donde no se le pregunte a nadie por quién votó, ni en
qué sindicato está, ni en qué partido, sino si le está yendo mejor o peor que
antes, porque el punto de unidad precisamente era la batalla por los derechos
perdidos o por la felicidad perdida y porque nuestro lema “la Patria es el
otro” había pasado a ser “la Patria es del otro”.
Aquella convocatoria amplia a la
conformación de un frente ciudadano era tal vez premonitoria de la creación de Unidad
Ciudadana como espacio político ese 20 de junio de 2017 en el estadio de
Arsenal en Sarandí. A esa altura del discurso había evidencia, y muy sonora, de
que gran parte de la multitud no sólo estaba molesta con el 51% que había
votado a Macri, sino que estaba muy, pero muy enojada con los legisladores que
habían integrado nuestras listas y a los pocos días de asumir como diputados
decidieron irse de nuestro bloque. Es que no sólo habían hecho perder al
peronismo la mayoría legislativa en la Cámara de Diputados, sino algo que es
infinitamente más grave: habían votado leyes propuestas por el gobierno de
Cambiemos en contra de los intereses del país y del pueblo. El enojo estaba
particularmente dirigido hacia un diputado que desde agosto de 2009 y hasta el
10 de diciembre del 2015 había sido, nada más ni nada menos, que el director
general de la ANSES, uno de los cargos más relevantes por presupuesto y
competencia de la administración pública nacional. Me gritaban: “¿Y con los
traidores qué se hace?”. Y pedían que el legislador devolviera la banca.
Mientras tanto, desde el fondo empezó a crecer un cántico con insultos hacia el
diputado, que me decidió a intervenir para serenar y distender: “Así no van a
convencer a nadie”, les dije. Tenía razón, aunque ellos también. No en los
insultos, eso nunca sirve. Sí en estar enojados. El caso de este legislador era
muy particular. No era un dirigente como otros, que tuviera historia ni
militancia propia en nuestro partido o en las fuerzas aliadas, que hubiera desempeñado
una función o cargo electivo con anterioridad por mérito propio. Tampoco era
conocido. Su lugar en la política, su notoriedad, el alto cargo que ocupó en
nuestro gobierno y su presencia en la lista de diputados nacionales del 2015 se
debieron, pura y exclusivamente, a decisiones que yo había tomado. No tengo
dudas que esa fue la razón del enojo.
Cuando promediaba el final de mis palabras
frente al edificio de Comodoro Py, ya había dejado de llover y, a pesar de la
espera, la multitud seguía compacta. Pude percibir claramente una enorme cuota
de angustia, de dolor, de incertidumbre. Les prometí que iba a seguir
batallando para que la gente volviera a ser feliz, para que vuelva a sentir que
la libertad no es un sueño imposible, que no quería ver a una dirigente social
como Milagro Sala encarcelada, sin que se supiera a ciencia cierta de qué se la
acusaba, por qué se la juzgaba, porque eso atentaba contra los derechos y
garantías en una democracia. Les pedí que no se preocuparan por mí, que había
renunciado voluntariamente a tener fueros porque no los necesitaba, tenía los
del pueblo. Que necesitábamos recuperar la libertad, luchar contra la
estigmatización de los opositores, porque teníamos que volver a soñar y a poder
realizarnos en libertad. Libertad para volver a crecer y a trabajar, para
sentir que el gobierno los cuidaba y no los maltrataba. Porque las argentinas y
los argentinos debían ser cuidados, merecían ser cuidados. Les repetí que no se
preocuparan por mí, porque yo no les tuve ni les tendría miedo, había sido
honrada con el voto popular y como había respetado esa voluntad, también exigía
al gobierno electo que respetara y honrara esa voluntad porque a eso se habían
obligado, prometiendo que todos los días los argentinos iban a vivir un poco
mejor e iban a ser más felices. Se les prometió que nadie iba a perder lo que
ya tenía. Sentí que los miles que me acompañaban esa mañana hubieran querido
prolongar ese momento de reencuentro, de afecto. Les agradecí y les dije que
aun cuando estuviera nublado, el sol siempre saldría otra vez. Y esa mañana en
Comodoro Py, cuando terminé de hablar, no sólo la lluvia había cesado sino que,
además, un tibio sol asomó entre las nubes e iluminó esa multitud conmovedora.
¿Había sido sólo un discurso o la descripción anticipatoria de lo que ya
algunos empezábamos a ver? Siempre sostuve que ser dirigente no es tener o
ejercer un cargo, por más alto que este sea, sino la capacidad de poder ver y
anticipar lo que vendrá. Aunque debo reconocer que no siempre es posible
anticipar la violencia política planificada, como la que me tocaría vivir con
mi familia apenas un año después.
Cristina Fernández de Kirchner (Tolosa,
partido de La Plata, 19 de febrero de 1953)
En Sinceramente,
2019. Páginas 66 y 67
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