domingo, 16 de enero de 2011

Fabián Casas y las maneras de mirar un cuervo


Dice la leyenda que descubriste la poesía durante un viaje.
–Cuando tenía unos 21 años me fui con amigos por toda Latinoamérica. En Salta vi las obras completas de Juan Gelman en una librería. Gelman no era muy difundido entonces. Volví al camping, conseguí vender unas botas náuticas que tenía y me compré ese libro. También leía Carlos Castaneda o Jack Kerouac, como muchos pibes de mi edad. Además venía de estudiar filosofía, de unas lecturas muy racionales que colapsaban frente a esto otro que te digo. Cuando volví de ese viaje, decidí escribir poesía. Pregunté en una librería qué se estaba escribiendo y me dieron Alambres, de Néstor Perlongher. Y yo dije “siamo fuori, esto no lo entiendo”. Igual, Perlongher me parece un crack. Después encontré el libro Señales de una causa personal, de Joaquín Giannuzzi. Yo quiero parecerme a este flaco, me dije, a la visión del mundo que tiene. Y escribí Tuca, que se publicó en 1990. Luego escribí con los poetas de la revista 18 Whiskys, que me decían si los textos estaban bien o mal. Fue bueno. Porque la escritura es algo colectivo, no individual. Mucha gente no soporta que le digan que lo que escribe no está bueno pero para mí fue central. Por ejemplo, de los 80 poemas iniciales de Tuca, publiqué 15. Finalmente conocí a Gelman. Él me puso en contacto con José Luis Mangieri, que se transformó en mi editor y también en una de las personas más importantes de mi vida. Es como un padre para mí, a quien le dediqué algunos poemas, como “El soldador”.

–¿Reescribís muchas veces un mismo poema?
–A veces sí. Cuando comenzás a trabajar realmente, ya no importa tanto la emoción original sino lo que el poema tiene para decir. Escribí “Paso a nivel en Chacarita” un día que veníamos con mi hermano en un auto, luego de llevarle flores al cementerio a mi vieja. Yo estaba hecho mierda y escribí una parrafada. Sólo quedaron nueve versos que dicen: “Los chicos ponen monedas en las vías,/ miran pasar el tren que lleva gente / hacia algún lado./ Entonces corren y sacan las monedas / alisadas por las ruedas y el acero; / se ríen, ponen más / sobre las mismas vías / y esperan el paso del próximo tren./ Bueno, eso es todo.” Es difícil pero necesario escuchar el poema, dejar que te diga lo que quiere hacer. Cuando vos construís un avión, si le ponés un poquito de más de pintura, se viene abajo. Un relato soporta caídas de aire o presión, una novela también. Pero el poema no. Es un ejercicio de precisión. Es importante vaciar las palabras de contenido para que vuelvan a funcionar.

En los primeros libros importaba mucho el remate. En los últimos poemas, no.
–Es que me parece que un escritor tiene que trabajar contra su habilidad. Cuando trabajás como periodista, te regodeás en tu habilidad, porque el oficio es lo que te salva. Pero cuando trabajo como escritor, trabajo en contra de mi habilidad. Que lo que escriba escape a mi control, entre en estado de riesgo, de incertidumbre, que me dé vergüenza, que sienta como si tuviese una piedra en el zapato. Cuando siento que es mi voz la que sale, prefiero borrarla. Busco una voz extraña, que no sea la mía.

–Sin embargo, tu escritura indaga en tus propios recuerdos de una manera muy abierta.
–Sí, pero la escritura siempre es una construcción separada de lo que pasó. Yo construyo personajes con retazos de distintos tipos que he conocido, no de personas totalmente reales, porque si no, el personaje se come el relato. Trato de escribir como lo recuerdo y que el relato o los personajes me digan cosas que no esperaba. No tengo un plan a priori. Parto de una voz, de una música que escucho. En el caso de Ocio yo sabía que tenía una pulsión por escribir un relato de toda mi vida adolescente, la etapa de la muerte de mi mamá a la juventud. Un día mi padrino estaba hablando en el patio con mi tía y le dijo: “son las seis de la tarde y ya se pone oscuro”. Ahí encontré el hilo de la musiquita. Así empieza Ocio. Ya sé que me dicen que escribo siempre sobre lo mismo. Va variando la manera pero siempre es sobre mi primo que creyó en las luchas generacionales de los ’70, de mi papá, de Boedo, de mis amigos, de la muerte. Y bueno, no soy un escritor que pueda escribir sobre la Tierra Media, como Tolkien. No tengo imaginación para eso. Escribo con muy pocas cositas, las doy vuelta, les voy sacando agua.

Cuando recibiste el premio Anna Seghers dijiste que todas las personas somos narraciones de la vida, que simplemente hay que ponerse en estado de atención para oírlas.
–Hay que detener el diálogo interno, todo eso que uno va rumiando con uno mismo, que es como una heladera que anda todo el día y se recalienta. Porque entonces entrás en estado de disponibilidad y empezás a escuchar a la gente y te das cuenta de que todos están diciendo el sermón de la montaña. Una cosa que dice el mozo, un compañero de laburo, el zapatero de la esquina. ¿Viste que nuestra vida es un cliché, un estereotipo demoledor? Bueno, cuando lo interrumpís con la lectura de un poema, con una persona que te conmueve o una conversación que escuchaste y que te llama la atención podés llegar a un estado de extrañamiento, de temor, pero también de libertad. Yo puedo tomar cosas de todos los segmentos, cruzarlas y ver qué pasa. También está bueno tener ese pensamiento paradójico. Lo aprendí en un viaje por Vietnam. El pensamiento oriental soporta la paradoja. Nosotros no; es esto o lo otro, blanco o negro. La paradoja significa tensionar las dos cosas sin verme obligado a definir y eso es lo que me gusta. La definición como concepto es capitalista. El arte no tiene por qué decir esto sí, esto no, esto es bueno, esto es malo. El arte tiene que poner en estado de pregunta todas las cosas.

–“Trece maneras de mirar un cuervo” es un texto mestizo, con estructura de poema y resonancias de prosa. Además de provocar inquietud por eso, lo hace por el personaje central, que no se sabe si se está apagando o está por conseguir su punto máximo de fulgor. Cuando hablás del arte, ¿te referís a esa tensión, a esa inquietud?
–Puede ser. A mí no me gusta mucho ni el héroe ni el antihéroe como materia para escribir. Me gustan las personas reales. Quiero que mis personajes no sean íconos, arquetipos, sino gente a la que le pasan cosas, que ganan y pierden. Con Viggo Mortensen hablamos mucho de estas cosas y de esas charlas surgió el poema del que hablás. Él me pregunta por Boedo, por San Lorenzo, por mi papá. Y también mi papá me habla de sí. No sé si es verdad lo que me contó pero con pedazos de su vida armé el poema. De fondo está otro poema, de Wallace Stevens, “Trece maneras de mirar un mirlo”.

–¿Te fijaste en que muchas mujeres leen tus textos, a pesar de que están poblados casi exclusivamente de varones?
–Eso de que en mis textos sólo hay tipos, habría que verlo. Aparecen muchas mujeres, que fueron importantes en distintos momentos de mi vida, desde la época en que era un sex symbol con mi melena de rulos, hasta ahora, que soy un “ex symbol”, cuarentón y pelado. Y de lo otro, sí ¿viste? Hace tiempo estuve cantando con los chicos de Él mató a un policía motorizado, y terminé de cantar un tema que se llama “Mi próximo movimiento”. Cuando salí de ahí, había un montón de chicas con los libros para que se los firmara. Y me parece raro, porque bueno, sí, mi literatura es muy masculina. Una vez le pregunté a Felicitas, la productora de Ocio, por qué le gustaba lo que escribo. Y me dijo: “Porque me resulta interesante conocer el universo de los hombres.” No quiere decir que sea así en todos los casos.

–Además, ahora tenés una hijita.
–Y sí. Hay una paternidad ideal y una real. La ideal es “Estamos felices porque tenemos un hijo.” La real es, bueno, a veces estás feliz, a veces estás angustiado, a veces te querés matar. Pero cuando tu hijo o tu hija te empieza a enseñar, a contarte lo que necesita, a ponerte en estado de escucha, te liberás de toda tu estupidez. Al fin, Quique Fogwill tenía razón cuando me decía que tenía que tener un hijo. Cuando Guadalupe, mi mujer, quedó embarazada yo lo llamé, le conté y se puso a llorar. Después me llamaba todas las semanas para ver cómo iba el embarazo. Ni bien volvimos con Anita a casa, murió.

–¿Lo extrañás?
–Claro. Uno está construido por otras personas, por las personas que te ayudan. Con Quique tengo una cosa particular y es que su obra, que es grande, no le llega ni a los talones a él. Extraño su persona, su risa, su generosidad, su mal genio. Los libros están ahí, te trascienden o no, pero lo que importa es lo que sos como persona. No reivindico su inteligencia. La inteligencia es algo que puede tener cualquiera. Es un don. Reivindico su bondad. La bondad es algo que uno trabaja, que uno aprende a ser. Era conservador con algunas cosas pero a la vez era muy vital. O sea, tenía hijos pero los llevaba a pasear en una bolsa de compras. El texto que su hija Vera escribió en Radar es lo mejor sobre él que leí.

Pensaba en un verso incluido en Tuca que dice: “Todo lo que se pudre forma una familia.” ¿Qué cambió desde entonces?–Ese es un verso súper punk. Lo escribí a los 24 años. Es un momento donde te cagás de risa de algunas cosas hasta que empezás a confrontarlas. Mi hija es una confrontación con mi mortalidad porque ella es mi contrarreloj. Todo su crecimiento también es la evidencia de que el tiempo pasa para mí. Está bueno reconocerte mortal y que eso no sea una catástrofe.
–¿Y cómo mirás la relación con tus padres, ahora que has escrito sobre la muerte de tu madre, sobre las imposibilidades de tu padre y que, de alguna manera, estás al otro lado del mostrador, ya no sólo en el rol de hijo?–A fines de los noventa participé de un programa de escritores en los Estados Unidos, en Iowa. Y un día soñé con lo que escribí en el poema “En el vidrio”. Soñé que mi mamá estaba como Lázaro. Quizás Cristo estuvo mal cuando lo resucitó, porque es horrible quedar así, ni vivo ni muerto. Soñé que estábamos separados por un vidrio y ella escribió ahí algo, que yo digo en el poema que es el día y la hora en que va a resucitar. Después tuve mucha paz y no volví a soñar con mi mamá. La escritura es una forma de domesticar el dolor. Y mi papá es la literatura. Crecí al lado de una biblioteca inmensa que él había preparado para cuando yo pudiera leer. Después empecé a escribir sobre su vida. Ahora soy padre y él terminó de colonizarme. Soy mi viejo. Hasta uso piyamas y salgo a la calle con ellos, como hacía él, cosa que antes me daba vergüenza.

En Tiempo Argentino

2 comentarios:

  1. Muy lúcido y creo que fecundo para abrir las cabezas y el espíritu. Todo el texto está sobrevolado por la libertad y por esa cierta sabiduría que -a algunos- da el ir creciento en años...
    jorge ariel madrazo

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