domingo, 16 de enero de 2011

Ricardo Piglia y el enigma de la peronización


–¿No sería mejor del cambio en el mercado que busca otro tipo de intelectuales?
–En la escena general, los intelectuales parecen estar en una situación de repliegue extremo o de sustitución por los periodistas. Muchos intelectuales van a parar a ese lugar que se llama “opinión” en las secciones de los diarios. Antes, esas posiciones eran más autónomas.

–¿Más militantes?
–Yo respeto mucho la palabra “militancia”, palabra que ahora parece haber sido recuperada. Aunque nunca tuve una relación orgánica con los grupos políticos, tenía relaciones, conversaciones muy interesantes. Y, habitualmente, volcaba mi militancia en hacer revistas. Antes de la aparición de ERP y Montoneros, los intelectuales eran convocados para hacer política en su ámbito. Y es algo que sigo defendiendo. La política estaba ligada a prácticas específicas de los individuos, no se trataba de que todos, como pasó luego, se proletarizaran o tomaran las armas. En esa época, el tipo de relación que podía tener un intelectual o un escritor con la política era siempre mucho más respetuosa de la especificidad. Después, claro, en la especificidad había mucha discusión. Miro mis libros y no veo signos de lo que podía estar de moda en la discusión de izquierda en el momento en el que los escribía.

–¿Entonces?
–Escribía lo que me parecía que tenía que escribir y me divertía. Ellos me decían hay que escribir “una” novela y yo les decía que me la trajeran, así la copiaba. ¿Cómo sería esa novela?, les preguntaba. Y no me podían encontrar ninguna. ¿Que podían traer, La condición humana, de Malraux; la primera novela de Semprún donde ese mundo de la militancia política revolucionaria aparece con fuerza; algunos cuentos de Andrés Rivera? No era necesario ser comunista para escribir una novela como La condición humana, había que ser Malraux. Aclarado esto, yo tuve al principio, cuando llegué a la Universidad, relaciones con el grupo Praxis, que estaba ligado a Silvio Frondizi. Allí hice, en 1963, la revista Liberación. Estaba cerca de Carlos Astrada, la dirigía Speroni que era un dirigente sindical de la época del entrismo del trotskismo. Le hice entrevistas a Portantiero, a Sebreli, a Rozitchner, aquellos con los que me parecía que una revista tenía que tener conversaciones. Trataba de llevar a la discusión política cuestiones que también tuvieran que ver con discusiones culturales específicas. Eso fue una etapa, después estuve sin una conexión directa y entonces apareció el maoísmo. Un tipo de crítica a la construcción siniestra del stalinismo que no venía de las posiciones trotskistas, siempre un poco voladoras, ni venía de la crítica de los ex comunistas que eran tipos muy respetables pero con los cuales uno no terminaba de entender para quién jugaban. La caracterización de Mao sobre los soviéticos como imperialistas abrió un espacio de discusión nuevo. En ese momento, entro en conversaciones con la gente de Vanguardia Comunista: Elías Semán, Rubén Kriskautsky, a quienes les dediqué Respiración artificial , hoy dos detenidos desaparecidos. Primero hicimos una revista que se llamaba Desacuerdo, porque estaba contra el Gran Acuerdo Nacional de Lanusse. Después hicimos Los Libros, que en un principio tenía más autonomía. Luego, la política la cruzó de tal manera que empezó a cambiar su perspectiva y al final sí terminó muy comentada con grupos básicamente maoístas y del Peronismo. Y mi intervención termina con la primera etapa de Punto de vista.

Pero todo arrancó con Silvio Frondizi...
–En La Plata. Silvio Frondizi iba a enseñar ahí, daba un curso de Historia Moderna. Y hacía unas intervenciones en la discusión histórica junto a Milcíades Peña, ligados a lo que había sido el trotskismo originalmente en la Argentina. Y también la ligazón con el cambio de perspectiva de los modelos revolucionarios que pasaron de clase contra clase a las luchas anticoloniales. El maoísmo, los vietnamitas y los cubanos le dieron un viraje a la discusión de la izquierda. Y ése es un poco el marco de los ’60. Un marco de discusiones donde cultura y política estaban planteadas de muchos modos. Uno de esos modos reflejaba que el intelectual no era un tipo que hablaba de cualquier cosa. Sartre intervenía en la discusión y en el plano donde él podía intervenir. Eso funda una tradición importante: la de cómo llevar adelante una producción literaria manteniendo una relación que no aparecía afectada directamente por los encargos de la historia. Una vez, yo estaba dando un seminario sobre Borges en la Facultad, en Puán, y un chico del trotskismo dijo “vamos a parar la clase porque aquí hay una elección y nosotros queremos que nuestro partido...”, etcétera. Y yo le dije que no tenía ningún problema si me decía que opinaba su partido sobre Borges. El pibe salió corriendo. Por supuesto que era una provocación mía como diciendo “ustedes vienen a hablar de qué, ¿de lo que ya sabemos?”. Esa relación tiene mucho que ver con los distintos modos de entender el proceso político entre 1960 y 1982.

Nuevamente el rol del intelectual...
–Un rol que estaba sintetizado en la frase de Guevara cuando le preguntaron qué tenía que hacer un intelectual y él dijo “yo era médico”. Es decir, el intelectual tenía que agarrar el fusil. Aún hoy cuesta entender que se entrara en esa onda sin una capacidad crítica respecto de cómo había que discutir esos problemas y cómo había ámbitos de discusión que no tenían por qué resolverse, exclusivamente, de ese modo.

–¿Es un pase de factura a tipos como Rodolfo Walsh?
–No, no es un pase de factura, es un enigma, como ocurre con Gelman. Primero, es un enigma la peronización. Fue muy sorpresiva la peronización sin una actitud crítica, poniendo blanco sobre negro lo que verdaderamente debemos valorar del peronismo. En el caso de Walsh, me parece que él trato siempre que su práctica fuera lo que lo identificaba: hizo el periódico de la CGT y después conformó los grupos de información alternativa. Esos son grandes aportes. Y la Carta Abierta a la Junta, claro. Esa carta es lo que es porque está escrita cómo está escrita. Es un ejemplo de la inutilidad de la retórica de izquierda. Un ejemplo de cómo hay que escribir un discurso político. Es una intervención sobre las mentiras del periodismo, sobre las mentiras de los medios, pero también es un ejemplo para saber cómo hay que probar lo que uno dice. Tratemos de estar a la altura de lo que es decir algo por escrito para decirlo como Walsh. El caso de Walsh me parece muy complejo: es alguien que siempre estuvo muy atraído por la acción en el sentido más pleno. En ningún sentido es un pase de factura.
–¿Hay ecos de aquella peronización en esta vuelta a la militancia?
–Miro con mucha atención la reivindicación de ciertas tradiciones, la presencia de la gente joven participando. Pero una cosa es tomar al peronismo como un cuerpo político en la disputa de los sectores tradicionales, un punto de referencia importante en los conflictos que se dan en el interior de los modelos posibles de construcción y otra asumirlo como un modelo revolucionario que todo el mundo debe seguir y, además, entusiasmarse con la idea de que Perón los está guiando o siguiendo. Es muy fácil decirlo ahora, pero eso es lo que me parecía inocente desde el punto de vista político en los primeros ’70. Dicho esto, no me parece el mismo asunto. En aquel momento ir hacía el peronismo estaba conectado con la idea de que allí estaba el verdadero movimiento. Cualquiera que tuviera un poco de experiencia política sabía lo difícil que era convencer de que la cuestión de la estrategia guerrillera era muy contraria a la lógica del peronismo de movimientos sindicales y luchas obreras.

Exactamente desde el 3 de marzo de 1957, usted lleva un diario personal. ¿Va volcando todas estas cosas allí o son anotaciones con sus perplejidades como narrador?
–No, son perplejidades, sí, pero con respecto al presente y señales o rastros que dejo para adelante. El diario es un registro muy aleatorio de algunas discusiones en las cuales intervenía y que, en su momento, fueron muy intensas. Tengo la formación política de aquella época y aquella tradición: la idea de pensar que nuestra alternativa era la verdad en lo que pretendíamos como política y que lo demás era una especie de confusión a la que nosotros mirábamos con cierta distancia irónica. Y también con imposibilidades, porque eso disfrazaba el hecho de que teníamos escasa intervención. Estos grupos caminaban paralelamente a lo que estaba pasando y construían una teoría diciendo que eso era muy importante. En aquel momento había como un horizonte de posibilidades que hacía posible que un intelectual de izquierda viviera todo el tiempo hablando de política y nunca refiriéndose a lo que estaba pasando en lo cotidiano ni a saber quién era el intendente.

–¿Y ahora?
–Me parece que lo que está pasando ahora es una prueba de que se puede intervenir en la política con posiciones que podríamos llamar de izquierda o progresistas y negociar con individuos con los que uno no tiene ningún interés en negociar y que eso forma parte de la política práctica de alianzas.

Pero hay una diferencia profunda, al menos con los ’90, donde era muy fácil pertenecer al progresismo y allí, en ese espacio, se daban cita quienes hoy se transformaron en irreconciliables....
–No es diciendo “el enemigo” que aparece el enemigo. Pensando en el viejo estilo, me parece que 2001 fue un punto de transformación importante; creo que es una tradición de políticas y economías que desde 1955 hasta 2001, con breves intervalos, trataron de arrasar este país. 2001 supuso una crisis grave y esa crisis grave creó condiciones para situaciones impensables en otro momento. Si uno mira los conflictos políticos en la Argentina con los criterios de larga duración puede decir que en 1955 se produjo un corte que tenía como objetivo poner a la Argentina en otro sistema, en otro plan, en otro tipo de experiencia política y económica. Y que eso persistió con distintos tipos de manifestaciones políticas hasta 2001, donde se produjo un quiebre profundo. Esa crisis generó condiciones que yo entiendo mejor en el plano cultural. Allí veo cómo esas crisis produjeron en el ámbito cultural muchos modos alternativos. Me parece que se terminó con la idea de una cultura que solamente puede funcionar en condiciones de riqueza. Eso no quiere decir que no haya que insistir en las necesidades de financiación, pero lo mejor de la cultura argentina empezó a funcionar por afuera de esa lógica, arreglándonos con lo que hay y fue y es muy productivo todo eso. Lo mejor de la cultura se construyó en el interior de “hacemos lo que podemos”, la gente de Eloísa Cartonera, las chicas de Belleza y Felicidad o el grupo de Jacobi, cosas que empezaron a funcionar con una lógica que no era la de estar en la línea central de la cultura, sino de estar donde se está, a la intemperie.

–¿Y en el terreno político?
–Me parece que en la política también se produjo algo que, quizás, explique ese hecho extraordinario de que Néstor Kirchner fuera elegido presidente en 2003. Escuché su primer discurso, al asumir, cuando yo estaba visitando a mi madre en Mar del Plata. Y me impresionó mucho lo que estaba diciendo. Él empezó a decir cosas que eran nuevas, “somos hijos de las Madres de Plaza de Mayo”, cosas que no se decían y que no decía un presidente. Y eso creó un cierto interés en el desarrollo de esta cuestión. Eso fue como un renacimiento de la política entendida como algo que no es solamente un mundo de canallas que buscan la especulación.

Se toma un año sabático y lo vivirá en el país. Es un año duro, con elecciones, con una pelea fuerte por uno u otro modelo. Un año donde no parece que un cuaderno o dos le alcancen para anotar cosas en su diario. ¿Piensa publicarlo en algún momento?
–Puede ser, pero en realidad yo prefiero intervenir en modo menos inmediato, no me gusta el tipo de intervención al boleo. Posiblemente empiece a publicar lo que estoy volcando ahora en mis diarios personales. No quiero repetir una experiencia que valoro en otros pero que no me interesa mucho que es escribir una columna y tener que estar atento a ella. La intervención tiene que partir de lo propio para que tenga sentido. Me gusta la gente que habla de lo que sabe, sean pescadores, jugadores de fútbol o albañiles. Después, hay discursos colectivos generales que están muy bien y que tienen otra función. Pero hay que escuchar a los que hablan de cosas que conocen porque las hacen. Es por ahí por donde la cosa empieza a tener sentido.

En Miradas Al Sur

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