lunes, 14 de diciembre de 2015

Daniel Ponce, El festín de las hienas



EL FESTÍN DE LAS HIENAS

La escalinata que lleva a la puerta principal del Teatro Colón estaba iluminada como si se tratara de alguno de los tantos galardones que rifan las corporaciones norteamericanas del show bizz. Repiten una estética decadente en la que los notables son objetos observables como fugaces meteoros a los que debe prestarse atención, en base a sus vestiduras, peinados, apliques, pelucas, maquillajes y prótesis. Son algo así como seres reconstruidos artificialmente en base a un patrón de construcción que no puede ni debe alterarse. Por la mencionada escalinata, comparecieron los personajes selectos de la restauración conservadora  y esto es toda una opinión de clase y una declaración de principios. Mascarones de proa, máscaras, antifaces, yelmos, que poco podían decir, salvo saludar, algunos dificultosamente, moviendo un poco la mano empolvada. Amor con amor se paga, y esta premisa de lealtad se vio cumplida cuando Mirtha Legrand, que a gatas puede con sus caderas, momificada la testa, revocada con enduido, agitó sus anillos, del brazo de un señorón teñido que tenía cara de salir de una colitis. El mago sin dientes con una galera al estilo de las que gastaba Abraham Lincoln pasó, raudo, acariciando un bastón de cotillón. Susana Giménez, cinchada como si le hubiesen hecho una aventración, mostró los dientes de escualo, hechos con las teclas del piano de Richard Clayderman, y meció sus cabellos, tejidos en largas sesiones de telar por Miguelito Romano. Por allí, Darío Lopérfido, francófilo, fruncido, hablando con la voz ahuecada como los ventrílocuos, buscaba con la mirada al afrancesado Jorge Telerman, hombre de firmes convicciones, tan firmes que aceptó pasarse con armas y bajeles al nuevo gobierno, durante el interregno en que gobernó Pinedo. Chiche Gelblung, encorvado, del brazo de una señora que había emergido de una tostadora, sonreía con dientes fuera de escala como si se los hubiese pedido prestados a Luciana Zalazar. Imposible fue que las cámaras apostadas sobre la pasarela y la escalinata tomaran al grupo de choque de la restauración, brillaba por su ausencia, aunque es altamente probable que, a esas horas, descansaran de tantos años de dura labor; hubiese sido estimulante ver a Leuco, sin cuello, devorado por la gastritis, los ojos de ajusticiado, o ver al Doctor Castro que, en esos momentos rutilantes de figuración, estaría tragando una sopa de Vitina junto a su mamá, o al señor Lanata, siempre a punto de explotar dada la cantidad de canapés que le provee Magnetto, dirigiéndose a los paparazzi con su fuck you, o al autoayudado Paluch, que habla de templanza pero que no puede aplicar este concepto a su propia conducta, o la larga ristra de evangelizadores del odio: Van der Kooy, Morales Solá (ese rostro insidioso de falso Lenin mezclado con Litto Nebbia gorila), Santo Biassatti, especie despavorida de lobo marino pero ganado por la siesta y el aire acondicionado, Pagni, con sus conceptos macarrónicos intentando explicar la malicia del kirchnerismo buscándola en la antigüedad griega, Santiaguito Kovaddloff, esa suerte de Manolo Galván -aunque resulte ofensivo para Manolo- tan apto como presentador de kermese de damas de caridad, tan alumno aplicado o regente de preceptores. La lista de los infantes, de la primera línea de operadores no enmascarados sería inmensa. Pero no se los pudo avizorar entre los figurantes. Sí, las luces de las cámaras tomaron los flecos batidos en la cabeza nívea de Guillote Coppola, empeñado en saludar a quien se le cruzara, inclusive al ex presidente De la Rúa, un tanto alelado y ausente, aunque, todavía, respirando por sus branquias de vieja tararira. Nadie podrá explicar el por qué de estas funciones de gala, a menos que se retrotraiga al mundo extinto de los Luises, de las grandes pelucas piojosas y perfumadas, de los lunares hechos con puntos de terciopelo y pegados con resina en los pómulos yertos, a menos que se remonte al mundo crepuscular de los cortesanos, al guignol que los financistas manipulan para burlarse del pueblo.



Jorge Daniel Ponce (Buenos Aires, 1956).

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