Juan Gelman: Hasta aquí el
hombre
Por
JUAN FORN
Conoció
la poesía a los cinco años, oyendo a su hermano mayor recitar a Pushkin en
ruso. A los nueve se enamoró de una vecinita de Villa Crespo, pero ella no
entendía ruso, y no le impresionaba nada oírlo recitar, así que él copió unos
versos de Almafuerte y se los mandó. Cuando vio que la cosa no daba resultado,
empezó a escribir él los envíos. La vecinita nunca se enteró de lo que había
originado. El resto del mundo, sí. Juan Gelman escribió alguna vez: “Un hombre
entra a su casa y el olor / de sus hijos le golpea la cara”. Juan Gelman
escribió alguna vez: “Es horrible saber que moriré mañana / o que no moriré”.
Sabiendo lo que sabemos de él hoy, esos versos retumban doblemente en nuestra
cabeza, porque alguna vez los subrayamos sin saber lo que sabemos hoy.
Gelman
aceptaba a su manera la definición rilkeana del oficio de poeta (el
acercamiento a lo inefable): él decía que era “ese acontecimiento que emerge a
través de una trama de palabras para arrancar algo de la nada”, y en su larga
trayectoria combinó las más diversas formas de lo poético, desde lo puramente
lírico a lo ásperamente narrativo, desde la métrica impecable hasta el quiebre
por dentro de esa métrica, desde lo místico a lo político, explorando los
alcances del verso “conversado”, la textura a contrapelo de las palabras
“bellas”. Así fue construyendo una obra de enorme coherencia interna en los
sucesivos pasos de su itinerario.
Alguna
vez le preguntaron a Roberto Matta, el pintor chileno, cómo festejaba su
cumpleaños y él dijo: “Invito a los Matta que fui y discutimos toda la noche”.
Algo similar ocurre con los Gelman: sumergirse en cada nuevo libro suyo permite
escuchar, por debajo de las palabras, una fascinante beligerancia y
complementación entre todos esos modos de decir. Para aquellos que descubrieron
sus primeros libros en los ’70 siendo adolescentes, como fue mi caso, la
aparición de sus libros posteriores, cada dos o tres o cinco años, obligaba a
bruscos pasos de maduración como lector, se quisiera o no: su profundización
progresiva, sin respiro y sin clemencia, en ese territorio llamado poesía fue
siempre ejemplar.
A
diferencia de muchos grandes, Gelman nunca se repitió, ni se estableció
cómodamente en un registro desde el cual seguir mirando el mundo dócilmente.
Sin
embargo (o a causa de eso), casi cualquier circunstancia de la vida puede
retratarse con una frase suya: he ahí una evidencia inequívoca de la grandeza
de su obra. De sus libros, mis preferidos son dos: Los poemas de Sydney West y
Carta a mi madre (dos extremos de su obra), pero otro de los méritos de Gelman
fue justamente ése: la cantidad de opciones que ofrece al lector a la hora de
elegir sus preferidos.
Fuente:
Página/12, 15 de enero de 2014.-
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