Buriam
gloui nievo kroi / virji shnieshni ekrutá... Mi padre marcaba el ritmo con la
mano. Ahora sé que se trataba de eso: dejarse llevar por la poesía hacia no se
sabe dónde. Aunque en casa nadie entendía nada, todos sabíamos que iba en
serio. Tokakzvero nozavoi / toza platit kakditiá... aún lo escucho: mi padre
con el índice en alto como apuntando al cielo. Es curioso, ciertas noches aún
late en mis oídos el reloj de péndulo en la sala. En cambio, la manera de mi
madre para confirmar la seriedad del momento era la risa. Nacida en un
conventillo de la calle Añasco, ella sabía que un puñado de discos de pasta era
el mayor de los tesoros. Chopin, Angelito Vargas, el jazán Pinchik y el Coro
del Ejército Soviético nunca dejaron de sonar en mi vida... Pushkin, como
pueden ver, tampoco.
–¡Qué risa!
–contó una vez mi madre volviendo de un velorio– ¡Todos lloraban!
Y fue así
que a los siete u ocho años, vaya a saber en el hueco de qué tarde, nacieron
los poemas. Mi madre planchaba a un paso de donde yo contaba las sílabas con
las manos bajo la mesa: “¿Tenés muchos deberes?”, me preguntaba. Mi “¡no!” era
rotundo. Y no le mentía. En serio, no insistan: la poesía nada tiene que ver
con los deberes. Ni siquiera con los deberes para ahora mismo.
Por todo
eso, quedé como tocado cuando una tarde de 1962, en un bar cerca de Viamonte y
San Martín, Eduardo Romano me animó: “¿Por qué no publicás un libro?”. “¿Un
libro?”, se sorprendió a coro el Pueblo del Libro. Y así salió Poemas de la
mano mayor, inesperado como un milagro. En la solapa, Eduardo, que ya había
publicado y por eso estaba en condiciones de mandarse un prólogo –como yo en
este preciso instante–, decía de mí: “El poeta no tiene ni un sombrero para
decir adiós”.
Y no se
equivocó: pocas semanas después, el Partido Comunista, a cuya Juventud
pertenecía desde los catorce años, me acusó de “trotskista, maoísta y
guerrillerista”. Ya totalmente a la intemperie, mi cabeza rodó a la altura del
nudo en la garganta.
En mi
segundo libro, Juego limpio, quise dejar las cosas en claro: en una página par
puse “Los viejos stalinistas” y en la página enfrentada –nunca mejor dicho– “17
de Octubre”. Cesare Pavese me había revelado que todo poema, incluso el más
hermético, es también, aunque uno no se lo proponga, la narración de una
historia, de esas que se cuentan en un bar, en la mesa de la ventana.
Alguien,
entonces, en uno de esos bares, me dijo al oído: “¡Ya!”. Era Marquitos
Szlachter, del Ejército Guerrillero del Pueblo (EGP), que subía al monte
salteño. Yo debía esperar dos o tres meses para hacer lo mismo: “subir”. El 4
de marzo de 1964, el campamento de La Toma cayó en manos de la Gendarmería... Y
Marquitos, muerto de hambre en pleno monte, se convirtió en “Marquitos”, un
poema que inició un nuevo poemario, El che amor, y me llevó a la plenitud de la
lucha, esa lucha que creí definitiva, final. Ya había leído a Roque Dalton:
“Muchos llegan a la poesía por la revolución, y son malos poetas y no mejores
militantes; otros llegan a la Revolución por la poesía”. Por boca de éstos, por
su lengua, por entre los dientes, por entre la saliva y la sangre, habla un Yo
siempre habitado por Otro. Es esa conexión directa con el infinito desde la
sensualidad más terrenal y perentoria, desde la carne misma, como los místicos
lo intentaron: Fray Luis, San Juan, Santa Teresa, el Baal Shemtov, el rabino de
Kotzk, “cuyo recuerdo sea una bendición”.
–Gustad y
ved –se extasía el salmo en medio de los Días Terribles.
Moneda de
cambio de algún Comité Central, el “compromiso” –privilegio áulico de quienes
estampan su firma al pie de la historia– nada tiene que ver con la entrega sin
aviso de retorno. Qué fascinante fue para mí, ateo y religioso, descubrir el
rumor del diálogo, un diálogo multitudinario, en ese monosílabo tajante, en ese
“Ya” que me convocaba desde Orán.
En sus
Comentarios sobre el Génesis, San Agustín se pregunta: “Y Dios dijo que haya
luz. ¿En qué lengua resonaba esa voz cuando Dios dijo que la luz sea? Pues aún
no había diversidad de lengua, la cual dio comienzo tras el Diluvio, al
construirse la Torre [de Babel]... Esa voz no era pensamiento, hipótesis
absurda, ni un sonido material, sino la voz misma de Dios”. Es decir, el poema,
sí, en la piedra, en el pergamino, en el papel, en la pantalla, pero escrito o
soñado o palpitado como si todo ocurriese unos pocos segundos –o milenios– antes
de ser escrito o soñado o palpitado, la respiración como única sintaxis, la voz
como decurso...
–Para qué
el mensaje, si existe la palabra –se pregunta el poeta.
Publicado
en 1965, El che amor, poemario que decidió mi vida, no pudo llamarse de otra
manera. El 12 de marzo de ese año, el Che, que vía Masetti era quien nos
convocaba a los montes de Orán, había escrito en la revista Marcha en carta a
Carlos Quijano: “Déjeme decirle, aun a riesgo de parecer ridículo, que el
revolucionario verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor”. Y yo
estaba profundamente enamorado.
En los años
que siguieron, el EGP –a pesar de lo trágico de su deriva– devino en la Brigada
Masetti. Luego sobrevinieron luchas y una durísima derrota, terrorismo de
Estado, 30.000 compañeros asesinados, clandestinidad, tabicamientos, embutes,
rastrillajes, documentos truchos, citas sin recambio posible y, un 9 de mayo de
1977, a media mañana, el exilio... Es decir, la geografía de la extrañeza: no
el tranquilizador “Soy el que soy” de la Vulgata, sino el inquietante “Seré el
que seré” testamentario.
Aquellos no
fueron años de publicar sino de escribir, oficio que, sin remedio, sabe de por
sí a desmesura. ¿Qué sino el silencio o apenas un rumor pleno de religiosidad
es la consagración de la verdadera poesía? ¿A qué otro vértigo, si no,
agradecer tanta vida por milagro? Y empecé a volver...
–Si te digo
la verdad, te miento –se alza el poeta en estado de asamblea permanente.
Luces que a
lo lejos fue un ajuste de cuentas con la nostalgia, y pretende demostrar
científicamente que Gardel nos mintió: “Volver” es imposible; nunca se vuelve,
y el parpadeo que se adivina es engañoso. Todavía no sé por qué siguieron los
libros que siguieron, estos inéditos que hoy salen a la luz. Pese a tanto trajín,
sigo sin saber por qué ese primer libro que me sorprendió sin sombrero se
tituló Poemas de la mano mayor, y menos sé por qué ahora este nuevo libro –para
colmo, libro de libros– se titula Como sólo la muerte es pasajera.
“Aun a
riesgo de parecer ridículo”, déjenme decirles: un respeto... es un
endecasílabo. Como ahora el mundo no está para contar sílabas con las manos
debajo de la mesa, otra vez algo, alguien, un ritmo, una cadencia, un susurro,
las modulaciones del jazán Pinchik, la inocencia de Angelito Vargas, esa voz
del Génesis de la que hablaba San Agustín, me murmura al oído: “¡Ya!”
–Porque
siempre es ya... –descubre el poeta.
¿Es el
vaivén del péndulo en la sala? ¿La infinitud del desierto a la espera de que
los últimos mastiquen arena? Acaso sólo es el latido de la sangre derramada, el
balbuceo del cuerpo, la palabra a la hora de guardar silencio...
Como quien
nace, la última trinchera es uno mismo.
En: Radar
Libros, Página 12, domingo, 17 de noviembre de 2013.
Tu poesía es única, Albertito. Porque así te decíamos...
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