“Los
pies se saben el camino de memoria, pero el corazón tiembla.” Un verso de
Alberto Szpunberg –todos sus poemas, toda su poesía, por fin reunida en Como
sólo la muerte es pasajera (Entropía)– es como una piedrita arrojada contra el
agua: da en el centro mismo de ondas infinitas. El cielo brillante de su mirada
amorosa revolotea por las medialunas y los chipás, la pava y el mate,
indispensables para iniciar la conversación y repasar la vida que se derrama y
desborda las páginas de los libros que escribió –el primero, Poemas de la mano
mayor, cuando tenía 22 años– y que está escribiendo, con esa inaudita humildad
a flor de piel, como si supiera que cada principio es un volver a luchar con
esa multitud de voces amotinadas en el gesto siempre abierto del poema. “Como
quien nace, la última trinchera es uno mismo”, dice en el prólogo de esta obra
mayor y fundamental para el ojo, el oído y el corazón de tantos lectores, que
incluye quince títulos, cinco hasta ahora inéditos. “No sé bien cómo empecé a
escribir poesía, pero hasta me acuerdo del primer poema: ‘Es una chica muy
buena/ la conocí en su casa/ y al otro día la vi/ tendiendo ropa en la
terraza’. Y, por supuesto, el título era “Poesía”, cuenta el poeta a Página/12.
“En
mi casa siempre hubo libros de Pushkin. Y mi vieja escuchaba a Héctor
Gagliardi. El barrio era una fuente de poesía. Cabello de Angel era un
personaje lleno de poesía. Iba con una cantidad de monturas y arneses sobre el
hombro hacia el corralón. Todos los chicos afirmábamos que él hablaba con los
caballos. ¿Cómo no va a salir poesía de eso? O El Gorila, que era un boxeador
retirado y que tenía toda la pinta de un boxeador. Del Gorila se decía que se
había retirado del boxeo porque había matado a un contrincante en la que fue su
última pelea.
¿Cómo
no sale poesía de eso? Yo vivía en Rojas y Galicia, en La Paternal. No había un
obstáculo entre el interior de mi casa y la calle, salvo tonterías como que no
me dejaran salir a jugar porque antes tenía que hacer los deberes. Yo recuerdo
mi infancia como algo luminoso, con una luz muy especial, de esas luces que te
acarician. Y pienso que de ahí salió la poesía.” Entre mate que va y mate que
viene, el milagro de la poesía sucede en el inventario de recuerdos que se
enlazan. El poeta evoca la escuela Andrés Ferreyra y especialmente a un maestro
que tuvo en quinto grado: el señor Lovechio. “Tenía un aire romántico, iba con
un moñito negro, no llevaba corbata. El me alentaba mucho y resaltaba que lo
mío era escribir y discutir. Pero teníamos un punto de fricción que era que él,
según los resultados de los dictados y la cantidad de faltas de ortografía,
reorganizaba la clase: trasladaba al fondo a los que tenían errores de
ortografía y ponía adelante a los que tenían muy pocos o no tenían. Yo no
estaba de acuerdo con eso.”
–Pero seguro que el pequeño
Alberto estaba siempre adelante, ¿no?
–No.
Me acuerdo como ahora que una vez me esmeré para no cometer faltas de
ortografía y Lovechio iba corrigiendo y corrigiendo y me dije: “Ahora me sienta
adelante”. Y de repente dice: “Cayó el pino de San Lorenzo”. Me había olvidado
el acento. Al fondo, risas. Mi vieja, por ejemplo, como el tema de la
ortografía en el colegio se trasladaba a la familia, refiriéndose a mí, decía:
“El no tiene faltas de ortografía, pero le gusta escribir con faltas de
ortografía” (risas).
–Lo que pueden las madres,
lo justifican todo.
–Es
cierto, pero para mí había en eso algo que tenía sentido. Yo me peleaba con
Lovechio, pero me alentó mucho a escribir. Cuando yo volvía del baño, Lovechio
me veía entrar y decía: “¡Cómo tarda nuestro Platón!” (risas). Ahí se mezcla
una cosa romántica donde confluye eso de Platón, porque es un símbolo, con el
Pushkin de mi viejo. Una vez lo acompañé a mi viejo a dar una vuelta y pasamos
por la calle que entonces se llamaba Parral y ahora es Honorio Pueyrredón, por
la librería Anna. Entonces mi viejo me preguntó: “¿Querés un libro?”. Yo me
quedé asombrado. Y le dije que sí, por supuesto. Y me compró Robinson Crusoe,
de la editorial Sopena. Fue mi primer libro. Cuando terminé de leerlo, estaba
maravillado. A los pocos días vino mi vieja y me trajo La cabaña del tío Tom.
Cómo me emocionó ese libro, a tal punto que lo estaba leyendo y se me caían las
lágrimas. Esos dos primeros libros marcaron un camino, pero representan cosas
muy diferentes. Robinson Crusoe reconstruye toda la sociedad colonial inglesa
con la razón; en cambio, el alegato contra la esclavitud en La cabaña del tío
Tom es a partir del sentimiento, del corazón, de la denuncia de lo que es
claramente injusto. Mirá todo lo que es la vida: las historias de los libros,
las palabras que contienen los libros. Es un universo infinito, inagotable,
como la epifanía en el cristianismo, es lo que asombra porque uno no lo imagina
y de repente aparece. Eso es muy importante porque hace a una de las
características de la poesía: la sensación de infinito. Cuando uno cree que
llegó, recién está empezando a marchar.
–¿Cómo es eso?
–Por
ejemplo, el poema de “La carretilla roja” de (William Carlos) Williams, que son
cuatro o cinco versitos, donde pareciera que todo queda en suspenso: la
carretilla roja, laqueada por la lluvia... qué hace esa carretilla roja, por
qué esa carretilla roja en un mundo donde existen cosas importantísimas:
monumentos, pirámides, casas de gobiernos, cuarteles, pentágonos. Y de repente,
en medio de todo eso, se impone una carretilla roja. Contrariamente a lo que se
piensa, esa infinitud de la poesía es a partir de la humildad, no de la
prepotencia. Qué más humilde que una palabra, ¿no? Y sin embargo, una palabra
te trastrueca. Por eso la poesía incita siempre a la rebelión. No hay poesía
conformista. ¿Y quiénes son los sujetos de la rebelión? Los humildes. Podemos
citar a Evita como al Evangelio, pero es lo mismo: son los de abajo los que
pueden cambiar el mundo. Si no lo cambian ellos, nadie lo va a cambiar.
–En el prólogo de Como sólo
la muerte es pasajera recuerda el momento en que Eduardo Romano lo animó a publicar
su primer libro, Poemas de la mano mayor, en 1962. Semanas después de la
aparición del libro, el Partido Comunista en el que militaba desde los 14 años
lo acusa de “trotskista, maoísta y guerrillerista” y lo expulsa. ¿Cómo vivió
ese momento?
–Se
me vino el mundo abajo. Lo viví como una tragedia. Pero ahora pienso que me
hicieron un gran favor porque fue como lo de (Enrique Santos) Discépolo:
“Salgamos de payasos a vivir”. Me sentía a la intemperie, pero estaba en la
vida real, con la gente de verdad. El que me ayudó infinitamente fue un gran
poeta, Horacio Pilar, porque me fui a vivir a una casa colectiva, que estaba en
San Juan y Bolívar. Yo estaba buscando vivienda, me quería mudar, y hablando
con Horacio, que era muy peronista, me dijo que se desocupaba una habitación en
la casa en la que él vivía. Y así fui a parar a esa casa colectiva. El me llevó
de la mano y me mostró el peronismo. En ese tiempo también me llega lo del EGP
(Ejército Guerrillero del Pueblo) y empieza lo que yo siempre llamé, “mi
militancia en serio”. Era la poesía, era la militancia, era el enamorarse, el
descubrir cosas. La poesía estuvo presente en todo momento. Nunca dejé de
escribir y de hecho lo que más definió mi derrotero político fue un poemario,
El che amor. Yo siempre sentí que más que la bibliografía, que los libros, que
los documentos internos, para mí la poesía es lo que me llevó a una forma de
lucha y a cierto espíritu de pelea.
“¡Che,
nos merecemos otro mate!”, exclama Szpunberg y se levanta para poner la pava en
la hornalla. “Un tema difícil para nosotros, con Eduardo Romano, era el final
de un poema, cómo termina un poema. En esa época eran dificultades prácticas,
concretas, que enfrentábamos porque un poema que era bárbaro al final se
desinflaba por ridículo, por obvio, por una rima involuntaria. No sé ahora qué
opinaría Eduardo, pero cuando leí lo de Valéry, ‘un poema no se termina, se lo
abandona’, entendí cómo era la cosa. No porque yo lo supiese resolver, sino por
el sentido de la dificultad con la que tropezábamos.”
–¿Cómo termina un poema?
–Cuando
suena que terminó. Es una cuestión de oído interior. ¿Sabés que existe la voz
interior? Hasta hay un diálogo en “Fedón o del alma”, de Platón, donde Sócrates
habla de una voz que él asocia con la música porque considera que es el arte
superior. El habla de que sentía una música interior que lo llevaba. Por
supuesto, después eso queda relegado como una historia infantil, por lo menos
en la versión que da Platón de Sócrates, que luego pasa al logos. Existe esa
voz interior. Cuando no siento esa voz, no escribo. Por eso es un momento tan
placentero corregir un poema, porque uno va afinando detalles. Uno afina un
poquito el violín, después el contrabajo, el piano y en qué clave tocarlo: si
en La mayor o en La menor. Eso es así, al menos en mi experiencia.
En
El síndrome de Yessenin, uno de los cinco libros hasta ahora inéditos, aparecen
globitos de historieta en los poemas. “Hay una voz que aprovecha el silencio de
otra y se cuela porque todos tenemos cosas para decir y somos una multitud. Por
eso puse los globitos”, explica. “Cuando empecé con notas al pie de página ya
tuve mis quilombos. Pero lo reivindico en el prólogo de Traslados y digo que son
como riachos que se desprenden. Vos tenés un río y de repente hay un arroyito
que se va para la derecha y se interna en un bosque y volvés a encontrar al
arroyito, regresando al río, más adelante.”
–Pero ese desprendimiento
es parte del mismo poema, ¿no?
–Claro.
Ahí está un problema filosófico, político, afectivo, en el sentido de quién se
desprende de quién. Hay dos Jerusalén: está la de abajo y la de arriba, que es
la celestial. ¿Quién alimenta a quién? ¿Quiénes hacen la historia: los de
arriba o los abajo? Esa afirmación que Marx dijo sueltamente, que la historia
la hacen los pueblos, es verdad. Lo que pasa es que los marxistas y los
señoritos de izquierda no terminamos de aceptarlo, ¿no? Eso sumado a que los de
abajo no tienen conciencia de que la única manera de salir adelante es dando
vueltas todo. Lo que me gustaba era la sensación de vocerío, de tumulto, no de
silencio zen, aunque es un silencio respetable. Pero sentí que había otras
voces y por qué no darles cabida. Esas voces se impusieron.
–En uno de los poemas de El
síndrome de Yessenin, en el poema “VII”, se lee: “La hache, muda de espanto, se
unía a la ce/ para ser cuchillo, chillido, chance, noche,/ pero también era
historia, albahaca, humanidad,/ y sólo por graves orrores de hortografía,/ también
halma, hamor, haltura, haire, halcoba/ pero el poeta sabía que nada es al pie
de la letra/ y que nunca jamás la letra con sangre entra”. Cómo no recordar su
enfrentamiento con Lovechio.
–¡¡Tenés
razón!! Me encanta que lo hayas visto porque confirma cosas en las que creo. La
poesía es un estado de asamblea permanente. Lo de las faltas de ortografía no
se me había ocurrido y ahora, cuando te vayas, me quedaré pensando, ¿qué diría
el señor Lovechio, si viera el poema? (risas).
–¿Por qué inventó un “síndrome”?
–Tengo
que patentarlo antes de que saques la nota (risas). Por ahí tiene que ver con
la enfermedad, yo creo que ya estaba en el baile del linfoma. Pero lo viví
desde otro lado. Todas las revoluciones que hicimos o las perdimos porque
fuimos derrotados o las perdimos después de haber creído que triunfaríamos para
siempre. Eso no es fácil de asimilar para mí y los de mi camada. Lo mismo les
pasó a Maiacovski y a Yessenin: los dos se suicidaron. Yessenin venía de los
narodniki –en ruso, “narod” es pueblo–, los populistas de bases campesinas.
Después de la muerte de Lenin, Yessenin empieza a ver que las cosas no
funcionaban como él imaginaba y se ahorca. Yessenin escribe algo que me parece
terrible: “Al fin de cuentas, morir no es nada nuevo, aunque, claro, vivir lo
es menos novedoso todavía”. Cuando uno se aproxima a ese estado de ánimo en que
todo da igual, hay algo que está tocado gravemente. Eso que está tocado
gravemente puede ser un linfoma, pero puede ser la derrota de una revolución
que es más necesaria que nunca a nivel planetario. Yo nunca vi tan lejos la
revolución como ahora. Y no te olvides que vengo de una camada que creía que la
revolución estaba ahí nomás. A ese estado de ánimo le puse “el síndrome de
Yessenin”.
–¿Es un estado de ánimo que
parte del fracaso?
–Parte
de la derrota, no del fracaso, que no es lo mismo. Yo no creo que fracasamos,
fuimos derrotados. No creo que el Che fracasó, fue derrotado. También por ese
estado de ánimo es que no lo publiqué antes. ¿Para qué? Veo que los poetas en
nuestro país están como medio abombados. Los veo muy pendientes de publicar, de
que los nombren. Y al fin y al cabo, ¿qué? No se sostiene existencialmente. Es
un sentimiento de soledad también, independientemente de que hay gente
macanuda. Yo siempre hablé de la asamblea permanente de poetas y nunca cuajó.
Hoy o mañana, algún día será.
Entrevista
de Silvina Friera, Página/12, Cultura, 25 de noviembre de 2013.-
La poesía es un estado de asamblea permanente
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