LA POESÍA (SIN CUERPO) CARGADA DE IMPOSTURA
por Leandro Daniel Barret, poeta
“la profanación de lo improfanable es la tarea política
de la generación que viene”
Giorgio Agambén
Hace tiempo que asistimos al divorcio
entre poeta y poema. No podría determinar con exactitud cuándo ocurrió este
fenómeno; lo cierto es que hoy más que nunca percibo la fuerza de los que
apelan a la exquisitez del verso (como si fueran perfectos iluminados del
artificio) mientras (escindidos) dejan el cuerpo a un lado.
“Cambiar la vida”, decía Rimbaud. Hasta
el momento he conocido a unos pocos poetas que son el poema viviente de lo que
escriben, o que la poesía les haya cambiado la vida. El resto son como el
Hamlet dudoso que no sabe si pasa (o no) a la acción. Es decir, alguien que
duda si pone o no el cuerpo en la tragedia de su propia poética.
No tengo medias tintas; me gustan los
poetas que no desdoblan cuerpo y poesía. Los que pasan al acto. Los de la
derecha coherente que escriben para hacer el mal con sus versos-cuerpo. Los de
izquierda que se inmolan en su épica. Los poetas timoratos vacilan y se
esconden es la poesía pura, de salón, de mercado.
Si poesía y vida funcionaran juntas, se
diluiría —entonces— forma y contenido, bajo la única coherencia de la forma
activa. La escritura es un hombre, y viceversa. Texto que se inscribe en el
cuerpo-poeta-potencia para luego volcarse cuerpo- poema-escritura.
Odio a los poetas que gustan disociarse
y armar una farsa: poner a enfriar sus versos como piedras a la noche, para
luego abandonar ese estado embriagado y volver en el día a la calidez de la
vida. Odio a los que hacen del poema un fetiche o una teología, cuando después
el poeta tiene que abandonar su parnaso del reino del espíritu y levantarse a
la mañana para ir a la oficina, atender a sus hijos, tomar el micro y lidiar
con todas las miserias del día. Demasiado derroche y esquizofrenia en pro de
ese único y exquisito instante...
La operación de disociación entre vida y
poesía se evidencia cuando el verso objetivo, aséptico, científico, docto, o
meramente descriptivo (bajo la fachada de ser un artificio neutro, culto,
exquisita edición); encubre una operación de encierro y distancia que excluye todo
lo popular, todo lo socialmente mundano, todo lo que está fuera del pequeño
mercado y el salón literario.
En este país ha existido un placer
desmedido por el lenguaje poético ligado a una prosodia jurídica-positivista
correcta, silenciosa, arraigada a los sabios del poema escolástico que, como un
oráculo griego, pueden develar los arcanos mayores y menores de todo lenguaje.
Hay algunos que sostienen que este tipo
de poesía representa la madurez del poeta, el punto máximo en el cual se dejan
los alardes de la juventud y se ingresa a la templanza y contemplación. Witold
Gombrowicz, en su ya clásico libro Contra los poetas, nos advertía de
esta clase de poetas con rígido y pesado caparazón que creen haber llegado a
manejar cierto estilo, siendo que lo único que han logrado es perder la
frescura y fosilizar su lenguaje para escribir para otros poetas. “¿Gozar tanto
de la precisión matemática de las palabras y no percibir una fundamental
alteración en el orden de la expresión? Todo este cúmulo de ficticios goces,
admiraciones, honores y deleites está basado sobre un convenio de mutua
discreción, cuando mejor no acosarlos demasiado con indiscretas
investigaciones, porque entonces se pondrá en evidencia una realidad distinta
de todo lo que nos imaginamos…”.
La aristocracia de la poesía, su
hermetismo, refinamiento e intercambio de dones, representa un verdadero
valladar respecto de aquella utopía surrealista en la que la poesía —tarde o
temprano— debería ser hecha por todos. Pero cuando a esta impostura se le suma
el mercado, aparece con toda su fuerza el repertorio de una “feria de vanidades
poética”, ahora sí, la desintegración definitiva de la relación vida y poesía
(¿o caso en los 90´ los poetas no fueron arrojados fuera de la Polis, y
llevados al mercado y al salón?).
En 1870, Eduardo Wilde escribió un
artículo lleno de ironía sobre la poesía de Estanislao del Campo: “Para ser
poeta es necesario conseguir expresar con la mayor dificultad posible, exactamente
todo aquello que no se tiene la intención de decir…”.
De esta crítica demoledora y genial
podemos hacer un juego y ponernos a escribir poesía pura, fingir raros
garabatos; total después la firmamos cual mingitorio Duchampiano, tratamos de
ingresar al mundillo editorial selecto, y se lo damos a leer a los poetas que
gustan de estas cosas, para que admiren, para que gocen.
Pero para recibirme de aguafiestas con
todos los honores, prefiero terminar con un poema de César Vallejo, justamente
titulado poesía e impostura, allí encontraremos lo dicho hasta el momento sin
necesidad de recurrir a este (ya complejo) alegato: Hacedores de símbolos/ presentaos
desnudos en público y solo entonces/ Aceptaré sus pantalones/Hacedores de
imágenes, devolved las palabras a los hombres/ Hacedores de metáforas, no olvidéis
que las distancias se anuncian de tres en tres/ Hacedores de linduras, ved cómo
viene el agua, por sí sola, sin necesidad de esclusas; el agua, que es agua
para venir, más no para hacernos lindos/ Hacedores de colmos, se ve de lejos
que nunca habéis muerto en nuestra vida.
[1] Witold Gombrowicz, ob cit. Pág. 23. Edic.
Sequitur, Madrid, 2006.
En revista digital LA GRIETA.
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