lunes, 8 de octubre de 2012

La poesía (sin cuerpo) cargada de impostura, por Leandro Daniel Barret



LA POESÍA (SIN CUERPO) CARGADA DE IMPOSTURA

por Leandro Daniel Barret, poeta 


“la profanación de lo improfanable es la tarea política
de la generación que viene”
Giorgio Agambén


 Hace tiempo que asistimos al divorcio entre poeta y poema. No podría determinar con exactitud cuándo ocurrió este fenómeno; lo cierto es que hoy más que nunca percibo la fuerza de los que apelan a la exquisitez del verso (como si fueran perfectos iluminados del artificio) mientras (escindidos) dejan el cuerpo a un lado.

 “Cambiar la vida”, decía Rimbaud. Hasta el momento he conocido a unos pocos poetas que son el poema viviente de lo que escriben, o que la poesía les haya cambiado la vida.  El resto son como el Hamlet dudoso que no sabe si pasa (o no) a la acción. Es decir, alguien que duda si pone o no el cuerpo en la tragedia de su propia poética.

 No tengo medias tintas; me gustan los poetas que no desdoblan cuerpo y poesía. Los que pasan al acto. Los de la derecha coherente que escriben para hacer el mal con sus versos-cuerpo. Los de izquierda que se inmolan en su épica. Los poetas timoratos vacilan y se esconden es la poesía pura, de salón, de mercado.
 Si poesía y vida funcionaran juntas, se diluiría —entonces— forma y contenido, bajo la única coherencia de la forma activa. La escritura es un hombre, y viceversa. Texto que se inscribe en el cuerpo-poeta-potencia para luego volcarse cuerpo- poema-escritura.

 Odio a los poetas que gustan disociarse y armar una farsa: poner a enfriar sus versos como piedras a la noche, para luego abandonar ese estado embriagado y volver en el día a la calidez de la vida. Odio a los que hacen del poema un fetiche o una teología, cuando después el poeta tiene que abandonar su parnaso del reino del espíritu y levantarse a la mañana para ir a la oficina, atender a sus hijos, tomar el micro y lidiar con todas las miserias del día. Demasiado derroche y esquizofrenia en pro de ese único y exquisito instante...

 La operación de disociación entre vida y poesía se evidencia cuando el verso objetivo, aséptico, científico, docto, o meramente descriptivo (bajo la fachada de ser un artificio neutro, culto, exquisita edición); encubre una operación de encierro y distancia que excluye todo lo popular, todo lo socialmente mundano, todo lo que está fuera del pequeño mercado y el salón literario.

 En este país ha existido un placer desmedido por el lenguaje poético ligado a una prosodia jurídica-positivista correcta, silenciosa, arraigada a los sabios del poema escolástico que, como un oráculo griego, pueden develar los arcanos mayores y menores de todo lenguaje. 

 Hay algunos que sostienen que este tipo de poesía representa la madurez del poeta, el punto máximo en el cual se dejan los alardes de la juventud y se ingresa a la templanza y contemplación. Witold Gombrowicz, en su ya clásico libro Contra los poetas,  nos advertía de esta clase de poetas con rígido y pesado caparazón que creen haber llegado a manejar cierto estilo, siendo que lo único que han logrado es perder la frescura y fosilizar su lenguaje para escribir para otros poetas. “¿Gozar tanto de la precisión matemática de las palabras y no percibir una fundamental alteración en el orden de la expresión? Todo este cúmulo de ficticios goces, admiraciones, honores y deleites está basado sobre un convenio de mutua discreción, cuando mejor no acosarlos demasiado con indiscretas investigaciones, porque entonces se pondrá en evidencia una realidad distinta de todo lo que nos imaginamos…”.

 La aristocracia de la poesía, su hermetismo, refinamiento e intercambio de dones, representa un verdadero valladar respecto de aquella utopía surrealista en la que la poesía —tarde o temprano— debería ser hecha por todos. Pero cuando a esta impostura se le suma el mercado, aparece con toda su fuerza el repertorio de una “feria de vanidades poética”, ahora sí, la desintegración definitiva de la relación vida y poesía (¿o caso en los 90´ los poetas no fueron arrojados fuera de la Polis, y llevados al mercado y al salón?).

 En 1870, Eduardo Wilde escribió un artículo lleno de ironía sobre la poesía de Estanislao del Campo: “Para ser poeta es necesario conseguir expresar con la mayor dificultad posible, exactamente todo aquello que no se tiene la intención de decir…”.  
 De esta crítica demoledora y genial podemos hacer un juego y ponernos a escribir poesía pura, fingir raros garabatos; total después la firmamos cual mingitorio Duchampiano, tratamos de ingresar al mundillo editorial selecto, y se lo damos a leer a los poetas que gustan de estas cosas, para que admiren, para que gocen. 

 Pero para recibirme de aguafiestas con todos los honores, prefiero terminar con un poema de César Vallejo, justamente titulado poesía e impostura, allí encontraremos lo dicho hasta el momento sin necesidad de recurrir a este (ya complejo) alegato: Hacedores de símbolos/ presentaos desnudos en público y solo entonces/ Aceptaré sus pantalones/Hacedores de imágenes, devolved las palabras a los hombres/ Hacedores de metáforas, no olvidéis que las distancias se anuncian de tres en tres/ Hacedores de linduras, ved cómo viene el agua, por sí sola, sin necesidad de esclusas; el agua, que es agua para venir, más no para hacernos lindos/ Hacedores de colmos, se ve de lejos que nunca habéis muerto en nuestra vida.



[1] Witold Gombrowicz, ob cit. Pág. 23. Edic. Sequitur, Madrid, 2006.

En revista digital LA GRIETA.

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