A 33 AÑOS
DE LA QUEMA DE LIBROS EN LA DICTADURA CÍVICO-MILITAR
Por Julián Axat
Cuando mis
padres desaparecieron, el 12 de abril de 1977 mi abuelo paterno, Carlos Alberto
Axat, un moderado abogado civilista, hizo su primer habeas corpus ante el
juzgado federal electoral de la Provincia de Buenos Aires. El entonces juez,
Teniente Coronel Dr. Héctor Gustavo de la
Serna Quevedo ,
que lo recibió en su despacho, le preguntó qué estudiaba su hijo, a lo que mi
abuelo le explicó Filosofía. La respuesta derivó en una arenga entusiasta del
magistrado sobre los problemas épicos y filosóficos acerca del trigo y la
cizaña. Mi abuelo, desesperado, que solo estaba ahí para pedir por el paradero
de su hijo y su nuera, tuvo que soportar que el señor juez terminara con su
clase pseudoerudita para implorar una respuesta efectiva. Cuando regresó al
juzgado a los pocos días, encontró el rechazo del habeas corpus y las costas al
vencido. Yo por entonces tenía pocos meses, la anécdota me la contó cuando
ingresé a la facultad de derecho en 1994, en ella estaba contenido el punto de
su frustración en el derecho y la justicia para un abogado con 70 años de
profesión libre. Con la anécdota me decía: elegí bien, que no te pase lo que a
mí. Mi abuelo murió en 1995.
Héctor
Gustavo De la Serna Quevedo , nació en 1926 en Catamarca, hijo
de un militar de alto rango y primo del “Che” de lado materno; huérfano desde
los ocho años, hizo la carrera militar hasta que fue dado de baja por ser parte
de la intentona de alzamientos anteriores a 1955. Recibido de abogado a los 40
años, fue designado por Onganía como interventor del Servicio Penitenciario, y
más tarde por la dictadura cívico-militar como juez federal electoral de la
provincia de Buenos Aires; cargo que ocupó hasta 1983.
De la Serna fue no solo conocido por ser el
juez preferido de “Jimy” Smart dando cobertura judicial a secuestros y
desapariciones, para luego rechazar habeas corpus y gozar de imponer costas a
familiares de esos desaparecidos; sino que fue y sigue siendo conocido por uno
de los hechos más graves contra la cultura de este país. A eso de las nueve y
media de la mañana, el 7 de diciembre de 1978, los depósitos que el Centro
Editor de América Latina en Avellaneda fueron allanados y clausurados bajo la
acusación de infringir la ley 20.840. Por entonces, el valiente editor Boris
Spivakow junto con su abogado se atrevieron a dirigirse hasta el despacho de De
la Serna para evitar el atropello, pero allí atónitos
recibieron una filípica sobre “filología de la disgregación social”, fundamento
que se materializó en el decomiso del 30 de agosto de 1980, en un terreno
baldío de Sarandí, donde un millón y medio de libros ardieron frente a la
mirada del propio De la Serna.
La pieza
judicial que ordena la quema ha sido rescatada hace pocos meses, gracias al
trabajo de archivo del grupo La Grieta, encabezado esta vez por Gabriela
Pesclevi. Como diría W. Benjamin, toda una pieza de civilización lo es también
barbarie, y que, a su vez, expone la negación-destrucción cultural de la
dictadura hacia determinados libros, entre los que figuraban Marx, Lenin, Mao,
Sartre, Cortazar, García Márquez, pero especialmente libros infantiles como los
de Elsa Bonerman, o María Elena Walsh. La investigación llevada a cabo por
Pesclevi, me llevó a otros lugares interesantes. Si uno lo Googlea “Héctor
Gustavo De La Serna ”, lo primero que encuentra es el típico
homenaje que el diario “El Día” hace a los personajes de su ciudad, en los que
nunca se distingue al héroe del villano; de allí que el desapercibido
fallecimiento de De La Serna ocurrido el 8/5/2012, tuvo un
montaje-recordatorio donde aparece como “poeta, docente y filósofo”, y nada
sobre su nefasto rol de juez.
Lo que a mí
me despertó curiosidad del recordatorio del diario no fue el lavado de una
historia, sino la introducción de la siguiente palabra: “Poeta”. ¿Cómo
compatibilizar la quema de libros con la poesía? ¿Cuál es el lugar del juez
verdugo y cuál el de la poesía frente al Mal? La poesía y el derecho son dos
lugares que me obsesionan, y De la Serna no solo había rechazado el habeas
corpus de mis padres, sino que además se decía abogado y poeta. Si la pieza
judicial firmada por De la Serna , que ordenaba la quema de un millón
y medio de libros, se trata de una pieza arqueológica que refleja todo el lugar
de la barbarie cultural Argentina, entonces hallar el libro de poesía firmado
por ese mismo autor, representa el fin de la palabra (poética), o el lugar
donde la maldad y la ignorancia coincidían.
Como buen
detective literario, salí en la búsqueda de la poesía de De La
Serna. No
figuraba en catálogos de Internet, recorrí librerías de viejo, consulté en
bibliotecas de La Plata , hasta que di con un único ejemplar
de “Poesía y Meditación”, Ediciones Almafuerte (1996). La tapa lleva una imagen
de la bóveda de la catedral platense, por lo que ya se aprecia un tono cruzado y
en la solapa la siguiente
caracterización: “… crítico preocupado por las ideas disolventes en que
se ha encarnado la sociedad…”. La serie de versos son una lírica confesional
trillada, halito meditabundo de burócrata jubilado que se paga una edición para
despuntar culpas y rendir cuentas con los fantasmas que lo persiguen y ante los
que se justifica. Basten este puñado de palabras que reflejan al resto: “¿Quién
conociera el peso de la historia / y su incidencia en el vivir futuro? / con su
irrumpir en varias direcciones / con tanto polvo sedimentando el alma, /con
tanta pena crucificando al hombre /en inseguridad sin concesiones / ¡quien pudiera
desentrañar la suerte del angustiado permanentemente! / un profundo arcano
señorea el mundo / y el torrente de tiempo, vida y muerte / en medio de nuestro
acaecer fecundo / se repite absurdo, obstinadamente… /escribir y borrar acto
seguido / en el cuaderno de sufrir y el llanto /sin reparar en el que sufre
tanto…”.
Alguna vez
me detuve en la poesía del latinista Carlos A. Disandro, o me obsesiona dar algún
día con el inhallable libro de poesía firmado por Eduardo E. Massera, en su
juventud. El libro de poemas del ex juez De la Serna forma parte de estas inquietudes, y
la paradoja consistía en rescatar del olvido, el libro de un quemador de
libros. Quién quemaría estos libros, aun cuando estén manchados de sangre o
lejos estén de la Poesía con mayúsculas. Cuando mi abuelo me
contó la anécdota de su frustración ante el juez De la Serna , entonces yo decidí ser abogado,
pero también elegí la Poesía.
Profundo y conmovedor, un tema que da para una tragedia. Conozco el caso de un ex juez de Mar del Plata, desde 1976 hasta que se jubiló en los 90, quien abusaba de menores, inclusive sus propias nietas. Personajes realmente nefastos. Y tu abuelo ya goza de la inmortalidad, lo has hecho trascender y eso es muy hermoso.
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