viernes, 6 de mayo de 2011

Demetrio Iramain, Sabato o la curiosa civilidad de un “demócrata”





Relativizar la anuencia del escritor para con el régimen apelando al ‘contexto general’ o al ‘pensamiento medio de los argentinos’ diluiría al mismo tiempo el claro ejemplo de valientes intelectuales contemporáneos de Sabato, como Roberto Santoro o Paco Urondo.

La muerte en Occidente, también la de Ernesto Sabato, suele situarnos ante conflictos de índole moral. Entre otros, el siguiente: ¿es legítimo objetar las conductas de quien ya no puede defenderse? Quizá el contexto o la espesura de lo que se reproche resuelvan ese dilema. Tratándose del accionar público de Sabato durante el mayor genocidio que haya padecido nuestra historia social, modestamente entiendo que el uso del arma de la crítica está plenamente justificado.


Si a los “librepensadores”, privilegiada condición social a la que sólo pueden acceder intelectuales no orgánicos de la causa popular, se les permiten ciertas jactancias ataviadas de “licencias poéticas”, ¿por qué no puede cuestionarse la actuación civil de un escritor? La individualidad de nuestros pensamientos, así fueran geniales, no va a preservarnos de la Historia. “Sólo la construcción colectiva nos reivindicará” frente a ella, como rezongó Néstor Kirchner a José Pablo Feinmann. Para lo otro están los circuitos académicos, los suplementos culturales y los premios literarios, como el Cervantes, que Sabato supo cosechar en vida. Para el surrealista Paul Eluard, “el espíritu sólo triunfará en sus manifestaciones más peligrosas. Ninguna audacia intelectual puede conducir a la muerte.” Menos aún la vacilación.
Por cierto, no sólo el almuerzo con Videla –que también compartió Borges– escandaliza en este escritor. Sabato fue funcionario de Aramburu; apoyó el golpe de Onganía; festejó con énfasis y declaraciones públicas los mismos goles que gritó la Junta Militar en el Mundial ’78; ya en plena carnicería genocida, confundió imperdonablemente el objeto de su furia contra los totalitarismos, escribiendo lo que sigue para una publicación alemana: “A Perón le faltaba toda grandeza; fue un siniestro demagogo, que se rodeaba de criaturas corruptas y serviles y que perseguía a todos los que no pensaban como él con cárceles, torturas y asesinatos.” Todo esto sin contar el patrioterismo que le subió como un sarampión cuando J&B Galtieri invadió las Islas Malvinas, ni mensurar que en 1984, ya durante los tiempos de la legalidad republicana, Sabato todavía defendía públicamente al nuncio apostólico monseñor Pío Laghi, amigote de Massera y confidente de torturadores.
Relativizar la anuencia del escritor para con el régimen apelando al “contexto general” o al “pensamiento medio de los argentinos” diluiría al mismo tiempo el claro ejemplo de valientes intelectuales contemporáneos de Sabato, como Roberto Santoro o Paco Urondo. Para que se entienda: si hablamos bien de Rodolfo Walsh, ¿podemos no hablar mal de Sabato? Ellos sí fueron comprometidos, no sólo con su tiempo histórico (al fin y al cabo Ernesto dio cuenta de él almorzando con Videla y reclamándole por los derechos de autor de los escritores), sino con el destino de su pueblo, que es más determinante. Ni siquiera la muerte hace que todo dé lo mismo.
Lo grave no fue, pues, sólo la comilona con el dictador, sino lo que Sabato dijo a su salida, tras haber callado ante el general el secuestro de Haroldo Conti, a pesar del encargo previo formulado expresamente por los grupos que denunciaban la represión del régimen. “Videla me dio una excelente impresión. Se trata de un hombre culto, modesto e inteligente. Me impresionó la amplitud de criterio y la cultura del presidente”, comentó el escritor tras el tentempié. Sus dichos fueron reproducidos ampliamente por la prensa cómplice. Fotocopias de esos artículos de diario fueron repartidos por las embajadas argentinas en las naciones de Europa donde la colonia exiliar de nuestro país, cuyos miembros eran tratados de “anti nacionales”, buscaba llamar la atención sobre los crímenes. Para entonces, en la Argentina ya habían sido secuestrados decenas de intelectuales, sin contar los trabajadores.


Todas estas evidencias están expuestas con sobrado rigor documental en una célebre polémica que Osvaldo Bayer y el mismo Sabato mantuvieron en el Periódico Madres de Plaza de Mayo, en marzo de 1985. Aquel debate ya forma parte de nuestra cultura post dictatorial, y aunque se quiera impedirlo, es continuado ahora por las nuevas generaciones, que asisten a él sin cola de paja ni deuda alguna con el pasado, porque comprende eso tan vivo y palpitante que todos juntos componemos, incluso sin tener cabal conciencia a veces de ello: la Historia de los pueblos. No de la literatura. Si no, ¿cómo se explica la inmediata operación cultural de los medios hegemónicos tras la muerte del escritor? Grondona y Kovadloff llorando como viudas, ¿qué quiere decir? Strassera y Fernández Meijide convocados de urgencia por Magnetto, que hizo de la muerte de Sabato el primer acto de campaña de su nueva esperanza electoral, Ricardo Alfonsín, cuyo apellido siempre estará ligado a la democracia domesticada que ansían nuestras élites culturales y económicas, tan distante de la que estamos construyendo, ¿cómo se neutraliza?
La derecha en sus múltiples variantes y discursos siempre aspirará a frustrar el proceso de reapropiación crítica sobre nuestra historia de dos siglos de derrotero, incluida la política de impunidad –disfrazada de “ejemplificadora justicia”– del primer alfonsinismo, de la que Sabato fue su más emblemático intelectual orgánico.
Y sí, en 1984 el escritor se convirtió en el pensador a medida de aquel radicalismo en ascenso. Su eterna desesperanza y sus cuestionamientos a “las bandas terroristas que sin dudas han sido puestas en gran parte bajo control” por la Junta Militar, lo convirtieron en el modelo perfecto de intelectual de la “democracia” reconquistada, institucionalidad que nunca honró la palabra que la nombraba sino hasta muy entrado el año 2003, y cosechó entonces su gran premio cívico: redactar el prólogo del informe Nunca Más, confeccionado por la comisión de “notables” que él presidió (la CONADEP), y en el que Sabato plasmó en pocos párrafos esa criatura que dio en llamarse “teoría de los dos demonios”.
Esa infame versión radical sobre el terrorismo estatal no fue, en verdad, fruto del pesimismo literario de Sabato. Ya en las primeras medidas del gobierno de Alfonsín estaba expresada. Bien lo dice Ulises Gorini en su libro de investigación sobre la Historia de las Madres de Plaza de Mayo: “La secuencia numérica de los decretos que ordenaban el enjuiciamiento de las cúpulas guerrilleras y militares –el 157 y el 158, respectivamente– llevaba la marca poco sutil de una periodización de la historia funcional al mito de los ‘dos demonios’, según la cual la acción guerrillera había precedido a la represión militar, a la vez que la última había sido una respuesta a la primera.”
En una carta que Sabato recibiera del Che alguna vez, Guevara ennobleció al escritor, sólo que hacia adelante. “Sé que ese día su arma de intelectual honrado disparará hacia donde está el enemigo, nuestro enemigo, y podremos tenerlo allá, presente y luchando junto a nosotros”, le dijo en el tramo final de la misiva, escrita en 1960. Sus juicios pesan todavía.
Es la Historia, que “se cuenta sola; sólo hay que saber leerla”, la que revirtió aquel fallido pronóstico del legendario comandante revolucionario.


Por Demetrio Iramain, director de la revista Sueños Compartidos

de Asociación Madres de Plaza de Mayo.



En diario Tiempo Argentino de hoy.

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