lunes, 16 de septiembre de 2013

Julián Axat, el Sciolismo en la poesía


EL SCIOLISMO EN LA POESÍA

Introducción y selección de textos
Julián Axat

        
El peronismo siempre se nutrió de poetas “depuestos” y “oficiales”. Los depuestos como Marechal o Urondo fueron los perseguidos por su filiación y por una forma de pensar la poética desde la vida y la militancia. Los poetas oficiales no suelen asumir semejante riesgo, su pluma se exhibe desde escritorios y oficinas; pero no por ello dejan de ser hacedores de versos cuyo origen pretende los mismos arcanos nacionales y populares. Alejandro Arlía (A.A.), es, al menos para mí, uno de los funcionarios más lúcidos del Sciolismo; actual Ministro de Infraestructura de la provincia de Buenos Aires, intenta una escritura poética con resabio pícaro y tono tanguero. 

No diré que se trata de versos con altura porque de hecho no lo son, pero al menos el tipo muestra un costado que pocos sciolistas se atreven, y que deberían envidiar.

Acá copiamos algunos de los versos que hallamos en su blog: 


SOPA DE LETRAS

Las letras están en la calle, en la soledad, en el vermouth que no tomamos…
Las letras se empujan unas a otras en busca de la palabra exacta.
Las letras buscan el límite para traspasarlo.
Las letras se incomodan premeditadamente.
Las letras y las palabras viven en estado de guerra
pero a veces alcanzan una tregua.
Las palabras son despiadadas,
salen a cazar letras para cumplir su objetivo.
A veces nobles, a veces perversas, las palabras responden incondicionalmente, a los objetivos de una matriz que no manejan.
Las oraciones sentencian. Ellas imponen el orden, la estética, el efecto, el resultado de tantos movimientos simultáneos.
Cuando las letras y las palabras son libres
se vuelven poesías y canciones,
huyen hacia la ficción, espantadas de tanta realidad.

A.A.

 
APOLOGÍA DEL PIROPO

Hoy me levanté pensando en piropos.

Se perdió en la mayoría de los casos, se deformó en otros, una “tradición” que formaba parte de la cultura de los Argentinos, y que a mi entender era muy linda, más allá de las controversias sobre los límites de los piropos y la reacción de las mujeres al recibirlos.

Me acuerdo del primer piropo que escuché, y que iba dirigido a “mi vieja”, que me llevaba de la mano por Caballito, cuando yo tenía 4 años.

Me dio tanta bronca, que me di vuelta inmediatamente para insultar al remitente, ante la risa de la destinataria, que todavía recuerda el episodio.

Puesto en la misma situación, hoy haría lo mismo (se trata de mi vieja, diría Pappo) pero reivindico el valor de un piropo lindo, y lamento no saber demasiados (tema que estudio en estos días) aún pese a no tener margen para utilizarlos (recuerden: casado, una hija, ministro).

Creo que es lindo decirle un piropo dulce, romántico, pícaro a una mujer.

Creo que en los barrios las rosas y los jazmines extienden su silueta perfumada cuando un caballero piropea a una dama.

Es así, al menos, detrás de esta coraza de Caballero Medieval que hoy luzco sin pudor alguno.

Incito a mis lectores y lectoras a enviarme piropos para mi conocimiento, y fines que estime corresponder.

A.A.


BIRTHDAY

Se acerca mi cumpleaños. Nuevamente.
Mis amigos y yo vamos a juntarnos en un rito que repetimos unas diez veces al año.
El vino va mejorando con el paso del tiempo, nuestros hígados no.
Hay chicos corriendo alrededor, y nuestras voces -cada vez más fuertes- repiten anécdotas viejas. Cada día nos divierten menos, pero la nostalgia las mantiene vivas, y nos reímos un ratito a cuenta del pasado.
Nuestra música es difusa. Ya miramos con otros ojos a los tangueros.
A nuestros ídolos les permitimos que envejezcan más rápido que nosotros: ellos nos guían en el camino. Por eso les perdonamos sus agachadas, porque al fin y al cabo son de los nuestros.
Ya somos los jóvenes de ayer. Nos vestimos con distintos tonos de grises.
Chin Chin amigos! Por ese vaso medio lleno que es la vida.
Por esa vida que llenamos todos los días, mientras se escurren los minutos, de casa al trabajo, y del trabajo a casa.
Salud y pesetas! Por muchos instantes de felicidad, que nos sirven para seguir pegando de a pedacitos un cuarto de libra de alegría.


VIVO

Vivo esquivando las trampas de otras gentes: de los que me precedieron en el campo de la hipocresía y los buenos modales. Vivo esquivando los corsets morales, los diplomas de corrección, dicho de otro modo, vivo esquivando ese personaje que habita en mí y que acapara la atención de los otros mortales, tan poco proclives al desplante como a  la alegría de un instante.
Tengo modelos que quiero y esquivo.


CUANDO YA NO ESTEMOS

Cuando ya no estemos
no voy a necesitar un nuevo cuerpo
voy a poder prescindir de todas las formas
felizmente, sin preámbulos.
Voy a ser un concepto
a perdurar sin tiempo
a desplazarme sin espacios.
Se activará mi memoria selectivamente
y los secretos serán a viva voz
y las mentiras, volátiles, innecesarias.
Cuando ya no estemos
libre de todo
al fin suelto
voy a saber de vos sin etiquetas
no va a quedar en pie un solo miedo
voy a ser yo finalmente
cuando ya no estemos.



A.A.

lunes, 2 de septiembre de 2013

Héctor Gustavo De la Serna, el Juez y el poeta

A 33 AÑOS DE LA QUEMA DE LIBROS EN LA DICTADURA CÍVICO-MILITAR

Por Julián Axat

Cuando mis padres desaparecieron, el 12 de abril de 1977 mi abuelo paterno, Carlos Alberto Axat, un moderado abogado civilista, hizo su primer habeas corpus ante el juzgado federal electoral de la Provincia de Buenos Aires. El entonces juez, Teniente Coronel Dr. Héctor Gustavo de la Serna Quevedo, que lo recibió en su despacho, le preguntó qué estudiaba su hijo, a lo que mi abuelo le explicó Filosofía. La respuesta derivó en una arenga entusiasta del magistrado sobre los problemas épicos y filosóficos acerca del trigo y la cizaña. Mi abuelo, desesperado, que solo estaba ahí para pedir por el paradero de su hijo y su nuera, tuvo que soportar que el señor juez terminara con su clase pseudoerudita para implorar una respuesta efectiva. Cuando regresó al juzgado a los pocos días, encontró el rechazo del habeas corpus y las costas al vencido. Yo por entonces tenía pocos meses, la anécdota me la contó cuando ingresé a la facultad de derecho en 1994, en ella estaba contenido el punto de su frustración en el derecho y la justicia para un abogado con 70 años de profesión libre. Con la anécdota me decía: elegí bien, que no te pase lo que a mí. Mi abuelo murió en 1995.

Héctor Gustavo De la Serna Quevedo, nació en 1926 en Catamarca, hijo de un militar de alto rango y primo del “Che” de lado materno; huérfano desde los ocho años, hizo la carrera militar hasta que fue dado de baja por ser parte de la intentona de alzamientos anteriores a 1955. Recibido de abogado a los 40 años, fue designado por Onganía como interventor del Servicio Penitenciario, y más tarde por la dictadura cívico-militar como juez federal electoral de la provincia de Buenos Aires; cargo que ocupó hasta 1983.

De la Serna fue no solo conocido por ser el juez preferido de “Jimy” Smart dando cobertura judicial a secuestros y desapariciones, para luego rechazar habeas corpus y gozar de imponer costas a familiares de esos desaparecidos; sino que fue y sigue siendo conocido por uno de los hechos más graves contra la cultura de este país. A eso de las nueve y media de la mañana, el 7 de diciembre de 1978, los depósitos que el Centro Editor de América Latina en Avellaneda fueron allanados y clausurados bajo la acusación de infringir la ley 20.840. Por entonces, el valiente editor Boris Spivakow junto con su abogado se atrevieron a dirigirse hasta el despacho de De la Serna para evitar el atropello, pero allí atónitos recibieron una filípica sobre “filología de la disgregación social”, fundamento que se materializó en el decomiso del 30 de agosto de 1980, en un terreno baldío de Sarandí, donde un millón y medio de libros ardieron frente a la mirada del propio De la Serna.

La pieza judicial que ordena la quema ha sido rescatada hace pocos meses, gracias al trabajo de archivo del grupo La Grieta, encabezado esta vez por Gabriela Pesclevi. Como diría W. Benjamin, toda una pieza de civilización lo es también barbarie, y que, a su vez, expone la negación-destrucción cultural de la dictadura hacia determinados libros, entre los que figuraban Marx, Lenin, Mao, Sartre, Cortazar, García Márquez, pero especialmente libros infantiles como los de Elsa Bonerman, o María Elena Walsh. La investigación llevada a cabo por Pesclevi, me llevó a otros lugares interesantes. Si uno lo Googlea “Héctor Gustavo De La Serna”, lo primero que encuentra es el típico homenaje que el diario “El Día” hace a los personajes de su ciudad, en los que nunca se distingue al héroe del villano; de allí que el desapercibido fallecimiento de De La Serna ocurrido el 8/5/2012, tuvo un montaje-recordatorio donde aparece como “poeta, docente y filósofo”, y nada sobre su nefasto rol de juez.

Lo que a mí me despertó curiosidad del recordatorio del diario no fue el lavado de una historia, sino la introducción de la siguiente palabra: “Poeta”. ¿Cómo compatibilizar la quema de libros con la poesía? ¿Cuál es el lugar del juez verdugo y cuál el de la poesía frente al Mal? La poesía y el derecho son dos lugares que me obsesionan, y De la Serna no solo había rechazado el habeas corpus de mis padres, sino que además se decía abogado y poeta. Si la pieza judicial firmada por De la Serna, que ordenaba la quema de un millón y medio de libros, se trata de una pieza arqueológica que refleja todo el lugar de la barbarie cultural Argentina, entonces hallar el libro de poesía firmado por ese mismo autor, representa el fin de la palabra (poética), o el lugar donde la maldad y la ignorancia coincidían.


Como buen detective literario, salí en la búsqueda de la poesía de De La Serna. No figuraba en catálogos de Internet, recorrí librerías de viejo, consulté en bibliotecas de La Plata, hasta que di con un único ejemplar de “Poesía y Meditación”, Ediciones Almafuerte (1996). La tapa lleva una imagen de la bóveda de la catedral platense, por lo que ya se aprecia un tono cruzado y en la solapa la siguiente  caracterización: “… crítico preocupado por las ideas disolventes en que se ha encarnado la sociedad…”. La serie de versos son una lírica confesional trillada, halito meditabundo de burócrata jubilado que se paga una edición para despuntar culpas y rendir cuentas con los fantasmas que lo persiguen y ante los que se justifica. Basten este puñado de palabras que reflejan al resto: “¿Quién conociera el peso de la historia / y su incidencia en el vivir futuro? / con su irrumpir en varias direcciones / con tanto polvo sedimentando el alma, /con tanta pena crucificando al hombre /en inseguridad sin concesiones / ¡quien pudiera desentrañar la suerte del angustiado permanentemente! / un profundo arcano señorea el mundo / y el torrente de tiempo, vida y muerte / en medio de nuestro acaecer fecundo / se repite absurdo, obstinadamente… /escribir y borrar acto seguido / en el cuaderno de sufrir y el llanto /sin reparar en el que sufre tanto…”.


Alguna vez me detuve en la poesía del latinista Carlos A. Disandro, o me obsesiona dar algún día con el inhallable libro de poesía firmado por Eduardo E. Massera, en su juventud. El libro de poemas del ex juez De la Serna forma parte de estas inquietudes, y la paradoja consistía en rescatar del olvido, el libro de un quemador de libros. Quién quemaría estos libros, aun cuando estén manchados de sangre o lejos estén de la Poesía con mayúsculas. Cuando mi abuelo me contó la anécdota de su frustración ante el juez De la Serna, entonces yo decidí ser abogado, pero también elegí la Poesía.